domingo, 15 de mayo de 2011

En las Paredes

Me quedan los ruidos en las paredes. Todo se ha ido: las motivaciones irracionales, las náuseas de madrugada, los silencios inesperados. Incluso mi visión borrosa, aquella que me provocaba ver movimiento donde no lo había. Ahora sólo queda esta sensación en los oídos, estos ruidos que sé perfectamente provienen de las paredes.
Empezaron como un tímido golpe a media noche. Sentí el correr de mis pensamientos, generalmente sobre nimiedades, seguir su curso libremente. Sin previo aviso, se hizo el silencio repentino en mi cabeza, como si mi mente me obligara a prestar atención por un segundo. Entonces surgió el golpe. Así, pequeño y cohibido. Ignorándolo y adjudicándoselo a un ser biológico insignificante, me dormí tranquilo.
Así pues, tenía periodos en los que las pausas mentales eran inevitables y el pequeño y tímido golpe surgía cotidiano, expectante. Comenzaba a acostumbrarme, aunque trataba a toda costa de que mis pausas mentales fueran mínimas.
Cierto día observé el lugar de donde, según mi parecer, provenía el sonido. Ningún rastro, ninguna huella. Toqué la pared, esperando sentir algún cambio de temperatura o rugosidad que delatara una presencia o fenómeno. Pegué el oído, olfateé la superficie color durazno. Nada. Me olvidé del asunto y seguí con mi rutina diaria.
Al final del día, justamente a media noche, el tímido ruido se transformó en dos violentos. Sobresaltado, salté de la cama y me puse en guardia esperando el tercero. Prevalecía la calma, el silencio abrumador, a la vez pesado e incómodo. Sentí el hormigueo en la espalda y giré rápidamente sobre mis talones. La oscuridad total parecía reírse de mí, me veía con sus ojos soberbios y envolventes. “Eres un estúpido, vuelve a la cama y deja mis asuntos en paz”, parecía que gritaba. Obedecí y volví a recostarme nervioso y un poco avergonzado. Maldita oscuridad todopoderosa.
Mi sorpresa se acentuó cuando los golpes comenzaron a esparcirse por la habitación, como si ésta fuera una caja en las manos de algún niño malvado. Comenzaron violentos en el rincón, trazaron un camino horizontal hacia la pared sin ventana, después un círculo en el techo y culminaron en el piso justo debajo de mí. No lo podía creer, fue el chorro de adrenalina más poderoso que he experimentado en toda mi frustrada existencia. Corrí como un desquiciado hacia mi cama y me refugié en las inútiles sábanas. Los golpes cesaron, pero pareciera que se alojaban en el palpitar de mi corazón. Lloré espasmódicamente, sentía el sudor frío correr por mi cuero cabelludo y mi espalda.
Me rehusé a dormir lo que restaba de la noche en aquella habitación maldita. Me sentí un estúpido y decidí convencerme de que no pasaba nada. Me removí en la cama y cerré los ojos. Comencé a sentir una presión extraña en los oídos cada vez más profunda. Abrí los ojos y me encontré con la negrura del cuarto. “Estás sugestionándote”, pensé. La presión no se quitaba y al borde de la histeria, llegó otro golpe. Uno sólo, en la pared que se encontraba frente a mí. Colérico, corrí hacia la pared golpeándola justo en el centro. En respuesta inmediata, la habitación fue bombardeada por golpes en las paredes, el techo, el piso, en todos lados simultáneamente. Era un ruido insoportable, sobrenatural, enfermizo. Gritaba y pedía silencio, rogaba por que parara. La violencia con que la calma era perturbada parecía aporrearme en el espíritu, no me causaban daño físico pero sentía mi interior desmoronarse. Nunca conocí el verdadero significado de la desesperación hasta esa noche. Me rendí tirado en el suelo y finalmente paró. Tenía la cara húmeda y los pies engarrotados. Todo me daba vueltas, el piso era techo, a veces pared, luego puerta y después infierno.
Amaneció. Me levanté del suelo sintiéndome perdido y extrañamente magullado. Avancé hacia la puerta y me pareció inmensa la distancia. Giré la perilla, pero la puerta no cedió. Furioso, la azoté tanto como pude. Comprendiendo que estaba atascada, me giré en redondo para observar el cuarto. De pronto, los recuerdos de la noche pasada se agolparon en mi cabeza, todos juntos, inmensos, llenándome la visión de una negrura absoluta. Me acurruqué en el rincón más alejado de donde provinieron por vez primera aquellos golpes sobrenaturales. El sonido palpitante de la noche regresó a mi mente como el eco, idéntico, infalible, inevitable.
Un escalofrío me recorrió el templo que conservo como cuerpo, subió desde el centro de mi pecho hasta la nuca, donde se expandió hacia todas direcciones en mi cabeza, caminando, acariciando, llenando mis nervios de frialdad. No podía saber en qué tipo de situación me encontraba, todo parecía opaco y extrañamente borroso. Me sentí totalmente embriagado de confusión y desgano; dejaría que el tiempo se me descongelara por la piel, que corriera solitario frente a mis ojos, pues ya no quería seguir mirando.
Así, sin percatarme de ello, pasó el día completo en un siniestro estado catatónico. Llegó la maldita noche, la que hace algunos meses me parecía la única cosa que valía la pena esperar.  La maldad en las paredes resurgió de su matutina vigilancia y comenzó a deshacerme en sollozos. Su ruido ahora era profundo y con un ritmo similar a los tambores usados en ritos macabros, como si me preparara para alguna presentación estelar en un teatro de locos. No dejaría que se burlara de mí, no me humillaría una vez más frente a un público invisible y sádico.
Me levanté de un salto, cogí la silla que tanto me había sostenido con paciencia y la estrellé contra la puerta que me brindaría la tan anhelada salida. La rompí lo suficiente como para destrabarla y la abrí de par en par. Maldita la hora en que descubrí la escena horrible que me preparaban los muros, pues al otro lado de la puerta se encontraba ni más ni menos que la misma habitación, colocada simétricamente igual que como si se hallara frente a un espejo. Mis ojos no creían lo que veían, querían asimilarlo pero les era imposible. Entré tambaleando a la habitación reflejada, con una clara mueca de horror y desprecio ante tan inverosímil juego sucio.
Lleno de rabia, inhalé suficiente aire como para provocarme dolor en los pulmones. El ritmo macabro proveniente de las paredes no cesaba, incluso aceleraba en pequeña proporción poniéndome los pelos de punta, presionándome a seguir más rápido el camino hacia la locura. Me dirigí hacia la ventana alta, colocada en la cabecera de la cama que me vio dormir suavemente tantos años. Podía observar el paisaje del campo, pero no me rendiría a pesar de encontrarme a más de 4 metros de altura. Mi objetivo era salir de la habitación, refugiarme en el exterior de los muros, esconderme de la música inmunda. La abrí violentamente, pero no sentí ninguna brisa del exterior. Me agazapé como pude y lancé una última mirada triunfal a la habitación, dispuesto a saltar hacia la libertad que tanto añoraba. Al caer, pude sentir un suave colchón en mi espalda, una almohada confidente y un olor propio de mis horas de sueño. Lancé un grito inhumano, una muestra infalible de la frustración que me carcomía. Lancé patadas, golpes y maldiciones. Había caído de nuevo en la habitación, comprobando con terrible certeza que no había escape a los horrores del encierro.
Caí al suelo, me dejé seducir por el ritmo y me arrastré al escritorio. Escribí el tormento transcurrido en las últimas 30 horas, mientras las palpitaciones en las paredes me dictaban las palabras. Era un mensaje incierto, que me obligaba a plasmar la esencia más primitiva de la desesperación. Me instaba a documentar su propio experimento, un experimento que logró destazar mi cordura y llevarme al borde de la subconsciencia. Existía sólo para escribir lo que me susurraba al oído, lo que los muros habían estado haciendo conmigo.
Ahora me llega el final, la claridad, aquella que pocos hombres han sabido entender y que otros más han llamado “demencia”. El momento crucial, cuando la realidad triunfa y los conceptos de bien y mal se reducen a simples complejos humanos, a pequeñas distracciones para la existencia de algo superior a nosotros. Un pequeño mareo, un dato curioso que vale la pena estudiar; esos conceptos que los hombres usan como base de sus pobres pero interesantes vidas.
Sigo escribiendo, a toda velocidad, pero ahora no puedo saber lo que es rápido o lento. He dejado los sentidos atrás, me he fundido en la inmensidad de la vida, aquella infinita y enigmática vida. Si encuentran mi cuerpo escribiendo incoherencias sin parar, no se quiebren la cabeza intentando comprender, ahora mi mente existe antes y después, en todos y en ningún lado. He pasado a otro nivel, un nivel en el que no necesito mi cuerpo para subsistir, en el cual puedo ser y prevalecer, como fantasma o como voz susurrante. Bienaventurados los ignorantes, no les deseo de ninguna forma el conocimiento absoluto, aquél que separa de la fácil y entrañable vida terrenal.




Este escrito fue hallado en la residencia del escritor Marcus Huntington.
Fue trasladado al hospital Santa Martha, donde yace en estado de coma. No se sabe a ciencia cierta la razón de su delirio, ni si las alucinaciones fueron consecuencia de su constante aislamiento.
Nunca se determinó con exactitud la causa de las profundas grietas halladas en las paredes.


C.C.